jueves, 17 de marzo de 2011

La sirenita, de Hans Cristian Andersen

No pensaba dejar este blog, porque siempre me han atraído la Literatura y la Informática, y esto es una fusión entre ambas, pero sí escribo muy espaciado porque nunca puedo encontrar un hueco para publicar artículos decentes.

Os dejo de momento con la versión original (por supuesto traducida del danés) de mi cuento preferido: La sirenita.
En el siguiente post, algún que otro dato interesante sobre el cuento. Disfrutad la lectura:




En el fondo del mar el agua es tan azul como los pétalos de la más hermosa flor azul de los trigales, y tan clara como el cristal más puro; pero es muy hondo el mar, tan hondo que ninguna áncora alcanza su fondo, y harían falta muchas torres, unas sobre otras, para llegar desde el fondo hasta la superficie.
Y es allá abajo donde habitan las criaturas del mar, donde crecen las plantas más maravillosas, con tallos y hojas tan delicados que con el más leve movimiento del agua se mueven como si estuvieran vivas. Todos los peces, pequeños y grandes, se deslizan entre las ramas, como aquí arriba los pájaros por el aire.

En lo más profundo se encuentra el palacio del rey del mar; las paredes son del más fino coral y las ventanas, altas y puntiagudas, del ámbar más puro; el tejado está formado por conchas que se abren y se cierran por la acción del agua, ofreciendo una vista espléndida, pues en cada una de ellas se encuentra una brillante perla, que luciría admirablemente en la corona de una reina.

El rey del mar era viudo desde hacía muchos años, pero tenía a su anciana madre, que le ayudaba mucho; ella era una mujer inteligente, aunque no destacara precisamente por su modestia: debéis de saber que se adornaba la cola con doce ostras, mientras los cortesanos tenían que contentarse con llevar sólo seis. No obstante era digna de elogio, sobre todo por el gran cariño que tenía a las princesitas del mar, sus nietas. Eran seis deliciosas criaturas, pero la más pequeña era la más hermosa de todas; su piel era tan blanca y pura como un pétalo de rosa, sus ojos tan azules como el lago más profundo, pero no tenía pies y su cuerpo acababa en una cola, igual que sus hermanas.

Pasaban todo el día jugando en su palacio, en los grandes salones donde flores que parecían vivas crecían en las paredes. Las grandes ventanas de ámbar estaban abiertas y los peces entraban nadando por ellas, igual que las golondrinas entran en nuestras casas cuando abrimos los ventanales; los peces nadaban hacia las pequeñas princesas, comían de sus manos y se dejaban acariciar por ellas.
En torno al palacio había un gran jardín con árboles de un rojo muy intenso y de azul oscuro; las frutas brillaban como si fueran de oro y las flores simulaban un fuego incandescente, pues agitaban sin cesar el tallo y las hojas. El propio suelo era de la arena más fina, pero tan azul como llama de azufre. Sobre todo aquello se cernía una luz también azul, tan esplendorosa que parecía que se estuviese al aire libre antes que en el fondo del mar. En momentos de quietud, el sol se divisaba como una flor purpúrea de cuyo cáliz irradiaba toda la luz.

Cada una de las princesitas tenía su pequeña parcela en el jardín, que podían cuidar a su gusto; una le dio la forma de una ballena, otra prefirió que simulase una sirenita..., y la más pequeña labró su trocito de jardín muy redondito, como el sol, plantando sólo flores rojas que brillaban como él. Era una criatura algo extraña, siempre estaba ensimismada; mientras sus hermanas utilizaban como adorno las cosas más fantásticas que habían cogido de los barcos que naufragaron, ella tan sólo tenía, aparte de las flores rojas que semejaban el sol de allá arriba, una bella estatua de mármol, un hermoso joven esculpido en blanca y limpia piedra, que había caído al fondo del mar durante un naufragio. Había plantado junto a la estatua un rojo sauce llorón que creció vigorosamente, cubriéndola con sus colgantes y frescas ramas, sobre el fondo de arena azul en el que proyectaba su sombra violeta y agitada, como las ramas; parecía como si la copa y las raíces jugaran a besarse.

Sentía una inmensa alegría cuando oía hablar del mundo de los hombres de allá arriba; su abuela le contaba todo lo que sabía sobre barcos, ciudades, hombres y animales. Le parecía maravilloso, especialmente, que en la tierra las flores tuvieran aroma, pues no ocurría así en el fondo del mar, y que los bosques fueran verdes y que los peces que en ellos se veían entre las ramas, cantasen alegre y armoniosamente, lo que le parecía una delicia. Eran los pajarillos, que la abuela llamaba peces, pues, de otro modo, no la hubiera entendido, ya que nunca había visto un pájaro.

—Cuando cumplas quince años —le dijo la abuela— te daremos permiso para salir del mar, y podrás sentarte en las rocas a la luz de la luna y verás los grandes barcos navegar ante bosques y ciudades.

Al año siguiente cumplía la mayor de las hermanas quince años y ya podría subir a la superficie y ver cómo es nuestro mundo. La pequeña sirenita tendría que esperar todavía cinco años, pues se llevaban un año entre ellas. ¡Menos mal que habían prometido contar lo más hermoso que cada una viera el primer día! Su abuela no les había contado todo y era mucho lo que querían saber.
Ninguna se mostraba tan impaciente como la más pequeña, precisamente la que más tenía que esperar, la que estaba siempre tan pensativa. Muchas noches permanecía junto a las ventanas abiertas y miraba hacia arriba a través del agua azul oscuro, que los peces movían con sus aletas y colas. Podía ver la luna y las estrellas, que brillaban pálidas, pero que a través del agua lucían mucho más grandes. A veces se deslizaba como una nube negra bajo ellas; era una ballena que nadaba por encima o quizás un barco que llevaría multitud de hombres. Ellos no podían imaginar que una preciosa sirenita se encontraba debajo y alzaba sus manos blancas hacia la quilla.

Por fin la mayor de las princesas cumplió quince años y pudo asomarse por encima del agua.
A su regreso tenía cientos de cosas que contar, pero lo más delicioso, dijo, era tenderse a la luz de la luna en un banco de arena con el mar en calma y ver próxima a la costa la gran ciudad en la que parpadeaban las luces como cientos de estrellas, oír la música y el ruido y el bullicio de coches y de gentes, ver tantos campanarios y oír cómo tocaban las campanas; precisamente porque no podía ir allá eran aquellas cosas las que más deseaba.

¡Qué embelesada estaba la pequeña sirenita oyendo a su hermana! Cuando llegó la noche, por la ventana abierta, miró hacia arriba a través del agua azul oscuro y pensó en la gran ciudad con todo el ruido y el bullicio, y le pareció que llegaba hasta ella el tañido de las campanas.
Al año siguiente la segunda hermana obtuvo permiso para elevarse a través del agua y nadar donde quisiera. Llegó arriba precisamente cuando el sol se ponía y encontró que aquella vista era lo más hermoso. Todo el cielo parecía de oro, contó, y las nubes eran de una belleza que le resultaba imposible describir. Habían pasado por encima de ella, rojas y violetas, pero, mucho más veloces que las nubes había volado, como un largo velo blanco, una bandada de cisnes silvestres, sobre el mar pleno de sol; ella nadó hacia allá, pero el sol se hundió y el resplandor rosado se desvaneció de la superficie del mar y de las nubes.

Al año siguiente subió la tercera hermana, que era la más atrevida de todas, por lo que nadó hacia un ancho río que desembocaba en el mar. Vio hermosas colinas verdes con viñas, palacios y fincas que asomaban entre espléndidos bosques, y oyó el canto de los pájaros; el sol lucía con tanta fuerza que con frecuencia tuvo que sumergirse para refrescar su acalorado rostro. En una cala encontró a muchos niños que corrían y chapoteaban completamente desnudos; hubiera querido jugar con ellos, pero huyeron asustados. Vino entonces un pequeño animal negro —era un perro, pero ella no había visto ninguno—, que ladró espantosamente, asustándola, y tuvo que huir al mar. Nunca pudo olvidar los maravillosos bosques, las verdes colinas y los graciosos niños que nadaban, sin tener cola de pez.
La cuarta hermana era más precavida y salió al mar abierto, contando que había sido sublime; la vista alcanzaba muchas millas a la redonda, y en lo alto el cielo parecía una campana de cristal. Había visto barcos, pero tan lejanos que parecían gaviotas, y los graciosos delfines, que dieron saltos increíbles, y las enormes ballenas arrojando agua por las narices como si fueran surtidores.
Luego le tocó a la quinta hermana; su cumpleaños era justo en invierno y por lo tanto vio lo que las otras no pudieron ver antes. El mar se había teñido completamente de verde y en torno suyo flotaban grandes montañas de hielo, que cada una parecía una perla, dijo, aunque fuesen mucho más altas que las torres de las iglesias que los hombres levantaban. Ofrecían las formas más fantásticas y resplandecían como diamantes. Se había sentado en una de las más grandes y todos los veleros navegaban asustados, tratando de apartarse de donde ella permanecía sentada, dejando que el viento agitase sus largos cabellos; pero al caer la tarde el cielo se cubrió de nubes, hubo relámpagos y truenos, mientras que el sombrío mar elevaba los bloques de hielo y los hacía brillar con los estremecedores relámpagos. En los barcos se arriaban las velas, había angustia y miedo, pero ella siguió sentada tranquilamente en su iceberg flotante y contemplaba cómo los azules relámpagos, zigzagueando, se hundían en el luminoso mar.

La primera vez que una de las hermanas salía del mar se entusiasmaba con todo lo nuevo que había visto, pareciéndole hermoso, pero ahora que, al ser mayores, tenían permiso para asomarse cuando quisieran, les resultaba indiferente y deseaban volver a su casa del fondo del mar; decían que era el lugar más agradable donde se podía estar. ¡Y había pasado sólo un mes desde su primera salida!
Muchas noches las cinco hermanas mayores unían sus brazos y ascendían en círculo sobre el agua; su canto era precioso, más dulce que ninguna otra cosa, y cuando amenazaba la tempestad y les parecía que los barcos podían naufragar nadaban frente a ellos y cantaban con voz deliciosa lo bien que se estaba en el fondo del mar, y rogaban a los marineros que no tuviesen miedo de bajar hasta allí; pero éstos no podían entender las palabras y creían que era la tormenta; además no encontraban que bajar al fondo del mar fuese nada agradable, pues cuando se hundía el barco, los hombres se ahogaban y, cuando visitaban el palacio del rey del mar, lo hacían bien muertos.

Cuando por la noche las cinco hermanas mayores, cogidas del brazo, salían a la superficie, su pequeña hermana se quedaba sola y, al verlas, parecía que fuese a llorar, pero las sirenas no tienen lágrimas, y por eso sufría más.
—¡Ay, si tuviese quince años! —decía—. ¡Estoy segura de que amaría ese mundo de arriba, y a los hombres que construyen casas y que viven allí!
Y por fin la pequeña sirenita cumplió quince años.
—Bueno, ya es hora de que tú también vayas a ver el mundo de los hombres —dijo su abuela, la vieja reina madre—. Ven que te acicale como a tus hermanas —y le puso una corona de lirios blancos en la cabeza, donde cada pétalo era la mitad de una perla, y le añadió seis grandes ostras en la cola de la princesa para indicar su categoría.
—¡Me hacen daño! —dijo la sirenita.
—Quien quiere presumir tiene que sufrir —dijo la abuela de la princesa.
¡Oh!, de buena gana se hubiera desprendido de todos aquellos adornos y hasta de la pesada corona; sus rojas flores marinas la adornaban mucho mejor, pero no se atrevió a hacerlo.

Y la sirenita ascendió tan ligera y brillante como una burbuja.
El sol acababa de ponerse cuando sacó la cabeza del agua, pero el cielo resplandecía todavía, y entre el rosa pálido brillaba la estrella de la tarde, clara y maravillosa; el aire era fresco y suave y el mar estaba en calma. Había un gran barco de tres mástiles, con una sola vela izada, pues no soplaba viento alguno, y alrededor del palo mayor se sentaban los marineros. Se oía música y canto, y a medida que oscurecía se iban encendiendo cientos de luces multicolores; parecía como si las banderas de todas las naciones ondeasen al viento. La sirenita nadó hasta la ventana de un camarote y cada vez que el mar la elevaba podía ver el interior a través de los cristales; allí se encontraban caballeros muy elegantes, pero el más hermoso de todos era un joven príncipe de grandes ojos negros, no mayor de dieciséis años; se estaba celebrando su cumpleaños. Los marineros bailaban en la cubierta y, cuando el joven príncipe se asomó, estallaron más de cien cohetes, luciendo la noche cerrada como si fuera de día. La sirenita se asustó mucho y se hundió en el mar, aunque pronto volvió a emerger, y entonces pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto semejante espectáculo de fuegos artificiales. Grandes soles giraban alrededor, espléndidos peces de fuego se movían en el aire azul, y todo esto se reflejaba en el sereno mar. Tanta claridad había en el barco que podía distinguirse hasta el cabo más delgado, no sólo a los hombres. ¡Qué hermoso era el joven príncipe! Estrechaba la mano de la gente, sonriendo, mientras la música no dejaba de sonar en esta noche tan deliciosa.

Se hacía tarde, pero la sirenita no podía apartar los ojos del barco ni del encantador príncipe. Las luces multicolores se apagaron, dejaron de estallar los cohetes y no volvió a oírse ningún otro ruido, pero en lo hondo el mar susurraba y gruñía; estaba sentada entre dos aguas y se mecía, para poder mirar en el camarote; pero el barco se alejó rápidamente, izándose sus velas. El oleaje fue en aumento, aparecieron grandes nubes, los relámpagos se veían a lo lejos. Se aproximaba una gran tormenta y los marineros arriaron las velas. El gran barco se balanceaba peligrosamente en el mar embravecido, se alzaban gigantescas olas como grandes montañas negras que se precipitaban sobre los mástiles, pero el barco se sumergía como un cisne entre las olas y volvía a emerger impulsado por las aguas.

Todo esto le parecía a la sirenita una divertida travesía, pero no pensaba lo mismo la tripulación, pues el barco crujía y traqueteaba, el casco se resentía ante el violento empuje de las olas..., y por fin, el barco comenzó a hacer agua; el palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco se inclinó hacia estribor, mientras el agua entraba en la bodega.
Entonces se dio cuenta la sirenita del peligro que corrían todos los tripulantes, incluso ella debía llevar cuidado con los tablones y restos del barco que se agitaban en el agua. En un momento se hizo tan oscuro que no podía ver nada, pero cuando relampagueó hubo de nuevo tanta luz que pudo reconocer a las gentes del barco; vio que todos se las arreglaban como podían y buscó al joven príncipe; cuando el barco se fue a pique, lo vio hundirse en el profundo mar. Esto la alegró, porque así se reuniría con ella, pero al momento recordó que los hombres no podían vivir en el agua, y que él no podría bajar al palacio de su padre como no fuese muerto. No quería que muriese y nadó entre los restos del naufragio, olvidándose por completo que algún tablón podía aplastarla; se hundió en lo profundo del mar y emergió entre las olas y así llegó junto al joven príncipe, que ya no podía nadar más en el peligroso mar; sus brazos y piernas comenzaban a debilitarse, sus ojos se cerraban; hubiera muerto de no haber sido por la sirenita. Ella le mantuvo la cabeza sobre el agua y dejó que las olas les llevasen donde quisieran.

Con el amanecer terminó la tormenta y no se veía ningún resto del barco. El sol brillaba con fuerza sobre el mar, por lo que la vida volvió a resurgir en las mejillas del príncipe, aunque los ojos seguían cerrados; la sirenita le besó la hermosa y despejada frente y peinó su pelo humedecido; pensó que se parecía a la estatua de mármol de su pequeño jardín, le besó de nuevo y deseó ardientemente que permaneciera con vida.
Entonces vio ante ella la tierra firme, vio montañas elevadas y azules en cuyas cimas brillaba la blanca nieve, y abajo, cerca de la costa, verdes bosques que le parecieron maravillosos. Ante ellos había una iglesia o monasterio, en cuyo jardín crecían limoneros y naranjos, y al lado de la puerta se levantaban altas palmeras. El mar formaba allí una cala de aguas tranquilas, pero muy profundas, bordeada por un promontorio de limpia y fina arena blanca; hacia allí nadó la sirenita con el hermoso príncipe y lo depositó en la arena, pero cuidando que la cabeza estuviese en alto bajo el ardiente sol.

Sonaron las campanas en la torre del monasterio y por el jardín salieron muchas jóvenes. La sirenita se alejó nadando hacia unas rocas que sobresalían del agua, se tapó la cabeza y los hombros con espuma, de modo que nadie la viera y así poder observar quién descubría al pobre príncipe.
No tardó en acercarse una muchacha que pareció asustarse mucho, pero al momento llamó a más gente y la sirena vio que el príncipe vivía y que sonreía a quienes se habían congregado en torno suyo, pero no a ella, pues no sabía que fue la sirena quien lo salvó; sintió tanta tristeza que cuando le llevaron al monasterio se sumergió apesadumbrada y se dirigió al palacio de su padre.
De siempre había sido tranquila y pensativa, pero ahora se hizo mucho más. Las hermanas le preguntaron qué había visto aquella primera vez en la superficie, pero ella no contó nada.

Muchas veces salió a la superficie, al lugar donde había dejado al príncipe. Vio madurar los frutos del jardín, vio derretirse la nieve en las altas montañas, pero nunca vio al príncipe, por lo que regresaba más triste que cuando subía. Su único consuelo era sentarse en el jardín y abrazar la hermosa estatua de mármol que se parecía al príncipe, pero no se preocupó de cuidar las plantas que crecían en su parcela, por lo que crecieron desmesuradamente, tanto que oscurecieron el lugar.
Al final no pudo contenerse más y se lo dijo a una de sus hermanas, por lo que al momento lo supieron las demás, pero no se extendió demasiado la noticia, salvo a otro par de sirenas, que sólo se lo contaron a sus amigas más íntimas. Una de ellas sabía quién era el príncipe, pues había presenciado la fiesta en el barco; sabía por tanto de dónde era y dónde se encontraba su reino.
—¡Ven, hermanita! —dijeron las otras princesas y, cogidas del brazo, subieron formando una larga fila hasta el palacio del príncipe.
Estaba construido de una brillante piedra amarilla, con grandes escaleras de mármol, una de las cuales descendía hasta el mar. Espléndidas cúpulas doradas se alzaban sobre el techo y entre las columnas que rodeaban todo el edificio se encontraban esculturas de mármol que parecían vivas. A través del claro cristal de los altos ventanales se veían los más hermosos salones, en los que colgaban valiosas cortinas de seda, y riquísimas alfombras cubrían el suelo, y magníficos tapices adornaban todas las paredes. En medio del gran salón emergía un gran surtidor, que alcanzaba hasta la cúpula de cristal.
Después de saber dónde vivía el príncipe, la sirenita se acercaba con frecuencia hasta su palacio y, oculta, lo contemplaba embelesada, sin que el joven se percatara de su presencia.

También vio muchas tardes cómo navegaba en su espléndido barco, a la vez que escuchaba la suave música que de él provenía; espiaba entre los verdes juncos y recibía el viento en su largo velo, blanco como la plata, que, de haberlo visto alguien, hubiera creído que era un cisne que alzaba las alas.
Oyó muchas noches, cuando los pescadores salían al mar con las antorchas, cómo elogiaban al joven príncipe, y ella se alegraba de haberle salvado la vida, y recordaba con placer cómo descansó la cabeza sobre su pecho y con qué ternura le había besado; él nada sabía de todo aquello por lo que su amor no podía ser correspondido.
Cada vez quería más a los humanos, cada vez deseaba más encontrarse entre ellos; pensaba que su mundo era mucho mayor que el de ella; podían cruzar el océano con sus barcos, subir a las altas montañas más allá de las nubes, y sus tierras se extendían, con bosques y praderas, más allá de lo que podía divisar ella. Era mucho lo que quería saber, pero las hermanas no sabían contestar a todo, por lo que preguntó a la vieja abuela; ella conocía bien el mundo de arriba, como llamaba a las tierras por encima del mar.
—Si los hombres no se ahogan —preguntó la sirenita—, ¿viven siempre? ¿No se mueren?

Sí se mueren —dijo la anciana—, y su vida es incluso más corta que la nuestra. Nosotros podemos vivir trescientos años, pero cuando dejamos de existir nos convertimos en espuma sobre el mar; no tenemos siquiera una tumba junto a los que amamos; no tenemos alma inmortal, ni otra vida; somos como el junco verde, que una vez que se corta no crece más. Los humanos poseen un alma que vive para siempre; vive después de que el cuerpo se ha vuelto tierra; se eleva por el aire hasta las brillantes estrellas. Igual que nosotros nos elevamos del mar y vemos las tierras de los hombres, así se elevan ellos hasta lugares deliciosos y desconocidos que nosotros nunca veremos.
—¿Por qué no tenemos un alma inmortal? —dijo apesadumbrada la sirenita—. ¡Daría todos los cientos de años que he de vivir por ser humana un solo día y formar parte después del mundo celeste!
—Pero, ¿qué dices? —exclamó la anciana—. ¡Si nosotros somos más felices y afortunados que los humanos allá arriba!
—¡Tendré entonces que morir y flotar como espuma sobre el mar, sin oír la música de las olas, ni ver las preciosas flores ni el dorado sol! ¿No puedo hacer nada para tener un alma inmortal?

—¡No puedes! —dijo la anciana—. Aunque, si un hombre te amase más que a nada en el mundo, conseguirías que te diera un alma conservando él la suya; pero esto no sucederá nunca, pues tu cola de pez es considerada repugnante allá en la tierra.
La sirenita suspiró y miró apenada su cola de pez.
—¡Basta de tristezas —dijo la anciana—. Cantemos y bailemos estos trescientos años que hemos de vivir, que es, por cierto, bastante tiempo; ya descansaremos y nos aburriremos después en la tumba. ¡Esta noche habrá baile en la corte! ¡Ve a divertirte!
En el gran salón de baile las paredes y los techos eran de cristal grueso y transparente. Cientos de conchas gigantescas, rosadas y verdes, se alzaban en fila a cada lado con una llama brillante y azul que iluminaba todo el salón y brillaba a través de las paredes, de forma que todo el mar en su entorno estaba iluminado; podían observarse innumerables peces, grandes y pequeños, que nadaban hacia las paredes de cristal; en algunos brillaban las rojas escamas, en otros parecían de plata y oro. Por el centro del salón corría un rápido y ancho arroyo y en él bailaban tritones y sirenas al compás de sus melodiosas canciones. En la tierra no existen voces tan bellas.

La sirenita cantó con una dulzura sin igual, y le aplaudieron con ganas; por un momento sintió gozo en su corazón, porque sabía que tenía la voz más bella en la tierra y en el mar. Pero pronto volvió a pensar en el mundo que había por encima de ella; no podía olvidar al hermoso príncipe y su tristeza por no tener, como él, un alma inmortal era infinita. Por ello salió a hurtadillas del palacio de su padre y, mientras dentro todo era canto y alegría, se sentó tristemente en su jardincillo. Entonces oyó resonar la trompa de caza a través del agua y pensó:
—Ahora seguro que navega allá arriba aquel a quien quiero más que a nadie, aquel al que van todos mis pensamientos y en cuya mano pondría la suerte de mi vida. ¡A todo me atrevería con tal de conseguir que me amase, pues así tendría un alma inmortal! ¡Mientras mis hermanas bailan en el palacio de mi padre, iré a ver a la bruja del mar, a la que siempre he tenido tanto miedo, pues quizá pueda darme consejo y ayuda!
Entonces abandonó la sirenita su jardín y se dirigió al estruendoso remolino detrás del cual vivía la bruja. Nunca había ido ella por aquel camino; ninguna flor crecía allí; ninguna planta marina, sólo el fondo de arena, desnudo y gris, se extendía hasta los remolinos, que giraban y arrastraban cuanto caía en ellos hacia el abismo; debía atravesar estos violentos remolinos para alcanzar los dominios de la bruja del mar y no había durante un largo trecho ningún otro camino más que el fango caliente y burbujeante que la bruja llamaba su turbera. Más allá se encontraba su casa en medio de un bosque horrible. Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales y mitad plantas, que parecían serpientes de cien cabezas que brotaran de la tierra; las ramas eran brazos largos y viscosos, con dedos como flexibles gusanos, y todas sus articulaciones se movían desde la raíz hasta la punta más distante. Se abrazaban a cuanto podían atrapar en el agua y no lo soltaban nunca.

La sirenita sintió mucho miedo al acercarse; su corazón palpitaba de terror y a punto estuvo de volverse, pero pensó en el príncipe y en el alma humana, y así recobró el valor. Sujetó su largo pelo en torno a su cabeza para que los pólipos no la agarrasen por él; juntó las manos sobre el pecho y se lanzó con la rapidez de los peces por el agua, a través de los repugnantes pólipos que alargaban sus flexibles brazos y dedos hacia ella. Vio que cuando alguno de ellos había hecho presa en algo, cien pequeños brazos lo apresaban, como fuertes flejes de hierro. Los náufragos que habían caído hasta allí asomaban como esqueletos blancos en brazos de los pólipos. Apresaban timones de barcos y cofres, esqueletos de animales terrestres y una pequeña sirena que habían atrapado y estrangulado, que era lo más pavoroso.
Entonces llegó a un claro del bosque, amplio y fangoso, en el que grandes y gruesas culebras marinas se agitaban mostrando su repugnante y amarillento vientre. En medio del claro se alzaba una casa construida con huesos de náufragos; allí estaba sentada la bruja del mar y dejaba que un sapo comiera de su boca, igual que los hombres se ponen un terrón de azúcar en la boca para que lo pique un canario. A las horribles y gruesas culebras las llamaba sus pollitos, dejando que se deslizaran sobre su gran pecho viscoso.
—¡Ya sé lo que quieres! —dijo la bruja del mar—. ¡Vaya idiota! De todas formas, tendrás lo que deseas, aunque te traerá desgracia, encantadora princesa. ¡Quieres perder tu cola de pez y en vez de ella tener dos piernas para andar como los humanos, para que el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguir un alma inmortal!

Al decir esto la bruja lanzó una carcajada tan estridente y repulsiva, que el sapo y las culebras cayeron al suelo y se retorcieron en él.
—Vienes justo a tiempo —dijo la bruja—. Mañana, al salir el sol, ya no podría ayudarte hasta que pasase un año. Te haré una poción, pero antes de que salga el sol, debes nadar hasta la tierra, sentarte en la orilla y beberla; entonces se dividirá tu cola y quedará reducida a lo que los hombres llaman preciosas piernas, pero te dolerá como si una aguda espada te atravesase. ¡Todos dirán al verte que eres la criatura humana más bonita que han visto! Conservarás tu andar cimbreante, ninguna bailarina sabrá moverse como tú, pero cada paso que des será como si anduvieses sobre un afilado cuchillo, de forma que te correrá la sangre. Si estás conforme con todo esto, te ayudaré.
—¡Sí, estoy conforme! —dijo la sirenita con voz temblorosa. Y pensó en el príncipe y en conseguir un alma inmortal.
—¡Pero recuerda —dijo la bruja— que una vez que tengas forma humana, no podrás nunca volver a ser una sirena! Nunca más podrás regresar con tus hermanas al palacio de tu padre; y si no consigues que el príncipe se enamore de ti y se case contigo, no obtendrás un alma inmortal. Si se casa con otra, a la mañana siguiente se romperá tu corazón y te convertirás en espuma de mar.
—¡Lo haré! —dijo la sirenita, pálida como una muerta.
—¡Pero tienes que pagarme! —dijo la bruja—. Y no es poco lo que te pido. Tendrás que darme tu hermosa voz, con la que esperas conquistar al príncipe. ¡Lo mejor que posees a cambio de mi preciosa bebida! He de darte mi propia sangre en ella, para que sea tan áspera como una espada de doble filo.

—Pero si me quitas la voz —dijo la sirenita—, ¿qué me quedará?
—Tu deliciosa figura —dijo la bruja—, tu andar cimbreante y tus expresivos ojos; con ellos puedes de sobra conquistar un corazón humano. ¿Qué contestas? ¿Has perdido tu valor? ¡Saca tu lengüita para que la corte en pago de mis servicios, y tendrás la poderosa pócima!
—¡Hagámoslo! —dijo la sirenita.
Y la bruja puso su caldero para cocer el brebaje mágico y lo fregó con las culebras, que había atado haciendo un ovillo; después se cortó el pecho para que gotease su negra sangre. El humo conformó las más fantásticas formas, que causaban horror. Continuamente iba echando la bruja cosas nuevas en el caldero, y cuando coció, era como si un cocodrilo estuviese llorando. Al fin el brebaje quedó preparado, presentando el aspecto del agua más pura.
—¡Aquí lo tienes! —dijo la bruja, y le cortó la lengua a la sirenita, quedando ésta muda para siempre—. Si los pólipos te atrapan cuando atravieses el bosque, sólo con que les eches una gota de este brebaje, se les quebrarán los brazos y los dedos en mil pedazos.

Pero la sirenita no tuvo necesidad de usar el brebaje; los pólipos se retiraron atemorizados cuando vieron el resplandeciente líquido que brillaba en su mano.
Veía el palacio de su padre; las antorchas estaban apagadas en el gran salón de baile; sin duda dormían todos dentro, pero no se atrevió a buscarlos; ahora era muda y se alejaría para siempre de ellos. Su corazón parecía quebrarse de dolor. Se deslizó entonces al jardín y tomó una flor de cada uno de los parterres de sus hermanas; mandó con su mano mil besos hacia el palacio y ascendió a través del mar de un azul profundo.

No había despuntado aún el día cuando vio el palacio del príncipe y subió la espléndida escalinata de mármol. La luna brillaba aún en el cielo cuando la sirenita bebió el ardiente brebaje; fue como si una espada de doble filo atravesase su delicado cuerpo, por lo que se desmayó y quedó tendida en el suelo. Despertó cuando el sol brillaba sobre el mar y sintió un dolor agudo, pero ante ella se encontraba el joven príncipe encantador, fijos en ella sus ojos, negros como el carbón; la sirenita vio entonces que su cola había desaparecido y que tenía las piernas más bonitas que pudiera tener cualquier joven, pero se alarmó porque estaba totalmente desnuda, por lo que se cubrió con su largo y abundante cabello. El príncipe preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí, y ella le miró tiernamente, aunque con tristeza, con sus ojos de azul intenso, ya que no podía hablar. Entonces el joven príncipe la tomó de la mano y la llevó al palacio. Cada paso que daba era, según la bruja le había advertido, como si pisase sobre agudos punzones y cuchillos afilados, pero lo sufría todo estoicamente, sin importarle lo más mínimo; llevada de la mano por el príncipe subió la escalinata del palacio tan ligera como una burbuja, y tanto él como los demás se maravillaron de su ondulante y delicioso andar.

Fue ataviada con ricos vestidos de seda y muselina, siendo la joven más bella del palacio, aunque fuese muda. Hermosas esclavas, vestidas de seda y oro, salieron a cantar para el príncipe y sus reales padres; una cantó con mayor dulzura que las demás y el príncipe aplaudió y le sonrió, lo que entristeció a la sirenita, pues sabía que ella cantaba mucho mejor; y pensó:
—Si supiera que para estar con él he renunciado a mi voz para siempre.
Luego bellas esclavas bailaron ondulantes danzas al son de la más dulce de las músicas; entonces alzó la sirenita sus hermosos brazos blancos, se levantó sobre la punta de los pies y, dirigiéndose con cimbreante paso a la pista, bailó como nadie había bailado hasta entonces; con cada movimiento se hacía su belleza más evidente y sus ojos hablaban con mayor profundidad al corazón que el canto de las esclavas.
Todos estaban entusiasmados, especialmente el príncipe, que la llamaba su niña abandonada, y ella bailó más y más, a pesar de que cada vez que su pie rozaba el suelo era como si pisase afilados cuchillos. El príncipe dijo que debía quedarse con él y obtuvo permiso para dormir ante su puerta en un cojín de terciopelo.
Mandó que le hicieran un traje de hombre, para que le acompañara a caballo. Cabalgaban por los frondosos bosques, donde las ramas verdes le rozaban los hombros y los pajarillos cantaban en las hojas nuevas. Subió con el príncipe a las altas montañas y, aunque sus bellos pies sangraban, le seguía sonriendo, hasta que veían las nubes flotar bajo ellos como una bandada de pájaros que emigrasen a tierras lejanas.
De vuelta a palacio, cuando todos dormían, bajaba por la ancha escalera de mármol para refrescar sus ardientes pies metiéndolos en el agua fría del mar; entonces pensaba en los que Vivian en las profundidades.
Una noche que vinieron sus hermanas cerca del palacio, y cantaban tristemente nadando sobre el mar, ella les hizo una seña y la reconocieron enseguida. Le contaron el dolor que les había causado a todos su marcha y, a partir de entonces, la visitaron todas las noches y una de ellas vio, a lo lejos, a la vieja abuela, que durante muchos años no había salido del agua, y al rey del mar, con su corona en la cabeza; tendían las manos hacia ella, pero no se atrevieron a acercarse tanto como las hermanas.

Día a día aumentaba el cariño del príncipe hacia ella; la quería como se quiere a una hermana, pero no se le pasaba por la imaginación hacerla su mujer; la joven sabía que, de esta manera, no podría conseguir un alma inmortal, y que se convertiría en espuma de mar la mañana siguiente a la boda del príncipe.
—¿Me quieres más que a ninguna? —parecían decir los ojos de la sirenita, cuando él la tomaba en sus brazos y besaba su frente.
—Sí, tú eres la que más quiero —decía el príncipe—, porque tienes el mejor corazón de todas; te pareces a una joven que vi en cierta ocasión, pero que probablemente nunca volveré a encontrar. La conocí cuando naufragó mi barco y fue ella quien salvó mi vida; es la única mujer a quien podría amar en este mundo, aunque tú te pareces mucho a ella; es por eso que casi sustituyes su imagen en mi alma, ya que ella no me podrá amar pues pertenece al templo; la fortuna ha hecho que me encontrara contigo y nunca nos separaremos.
—¡Ay! No sabe que fui yo quien le salvó la vida —pensó la sirenita—. Yo le llevé sobre el mar hasta el bosque donde se encuentra el templo y me senté en la espuma para observar si venía alguien. ¡Y vi a la hermosa muchacha a la que quiere más que a mí!

Y la sirena suspiró hondamente, pues no podía llorar.
—Ha dicho que la muchacha pertenece al templo, que nunca sale; no se verán nunca y yo estoy junto a él; le serviré y le amaré; ¡le sacrificaré mi vida!
Pero corría el rumor que el príncipe iba a casarse con la hija del rey del país vecino. Se decía que el príncipe iba a emprender un viaje a ese país para resolver asuntos de interés mutuo, y que llevaría un largo séquito, pero que en realidad el motivo de su viaje era conocer a la hija del rey. La sirenita, oyendo esto, sonreía, y es que ella conocía mucho mejor los pensamientos del príncipe que cualquier otra persona.
—¡Tengo que salir de viaje! —le había dicho—. Mis padres me ordenan que vaya a ver a la princesa del país vecino, pero no me obligan a pedirla en matrimonio. Yo no podría quererla nunca; ella no se parece en nada a la hermosa muchacha del templo, sin embargo tú sí te pareces mucho. Si tuviera que elegir alguna vez esposa, ésa serías tú, mi preciosa mudita.

Y besaba su roja boca, jugaba con su largo cabello y reposaba la cabeza sobre el corazón de ella, que soñaba con la felicidad humana y un alma inmortal.
—¡No te asusta el mar, mudita mía! —dijo cuando se encontraron en el espléndido navío que debía llevarle a las tierras del rey vecino; y le habló de la tempestad y de la calma, de los raros peces de los abismos y lo que los buzos habían visto, y ella sonreía al oír su narración, pues quién iba a saber mejor que ella lo que ocurría en el fondo del mar.
En una noche de luna llena, cuando todos dormían, se sentó en la borda del navío y miró al agua transparente y le pareció ver el palacio de su padre; allá en lo hondo se encontraba la vieja abuela con la corona de plata en la cabeza, que miraba a través de las revueltas corrientes hacia la quilla del barco. En ese momento aparecieron sus hermanas sobre el mar y la miraron con tristeza; ella les hizo una seña y sonrió; les hubiera contado todo lo bueno que le había ocurrido, pero se acercó un marinero y las hermanas se sumergieron, llegando a creer que lo blanco que había visto era espuma del mar.

A la mañana siguiente entró el barco en el puerto de la capital del reino vecino. Repicaron todas las campanas, y en las altas torres sonaron las trompetas mientras los soldados rendían honores a los ilustres visitantes. Para agasajarlos, todos los días se celebraban bailes y recepciones, pero la princesa no aparecía; la hija de rey continuaba su educación en el templo sagrado, decían, donde aprendía todas las virtudes reales.

Por fin llegó la princesa. La sirenita esperaba con impaciencia ver su belleza y tuvo que reconocer que jamás había visto criatura más hermosa. La piel era muy suave y delicada y, tras unas largas pestañas negras, sonreían unos bonitos ojos de color azul oscuro.
—¡Eres tú! —dijo el príncipe—. ¡Tú, la que me salvaste cuando estaba en la playa a punto de morir!
Y estrechó entre sus brazos a la ruborizada joven.
—¡Oh, soy muy feliz! —le dijo a la sirenita—. Lo que nunca me esperaba, se ha cumplido para mí. ¡Te alegrarás de mi suerte, puesto que eres la que más me quiere!

La sirenita le besó la mano y le pareció que su corazón se quebraba. La mañana de sus bodas significaría la muerte para ella y la convertiría en espuma de mar.
Repicaron todas las campanas, los heraldos cabalgaron por las calles pregonando el compromiso. En todos los altares ardían óleos perfumados en ricas lámparas de plata. Los sacerdotes movían los incensarios y la novia y el novio, unidas sus manos, recibieron la bendición del obispo. La sirenita vestía de seda y oro y llevaba la cola de la novia, pero sus oídos no oían la alegre música y sus ojos no veían la sagrada ceremonia; pensaba en el día de su muerte, en todo lo que había perdido en este mundo.

Aquella misma tarde subieron los novios al barco; los cañones dispararon salvas en su honor; ondearon al viento todas las banderas y, en el centro del navío, se levantó una real tienda de oro y púrpura con los más mullidos cojines donde pudieran yacer los novios en la noche tranquila y fresca.
El viento infló las velas y el barco se deslizó sin grandes movimientos por el mar transparente.

Al anochecer se encendieron lámparas de todos los colores y los marineros bailaron alegres danzas sobre la cubierta. La sirenita recordó la primera vez en que salió del mar y vio una fiesta parecida, y se lanzó al torbellino de la danza, deslizándose como se desliza la golondrina cuando es perseguida, y todos aplaudieron su maestría; nunca había bailado ella tan maravillosamente; pero se clavaban como afilados cuchillos en sus delicados pies, aunque ella no lo sentía; se le desgarraba con mayor dolor el corazón. Sabía que era la última noche que le veía, aquel por quien había abandonado familia y hogar, perdido su voz encantadora y sufrido a diario incesantes dolores, sin que él se diera cuenta. Era la última noche en que respiraba el mismo aire que él; veía el mar profundo y el cielo azul y estrellado; una noche eterna sin pensamientos ni sueños la esperaba, a ella, que no tenía alma ni podía tenerla.
Y todo fue regocijo y alegría en el barco hasta pasada la medianoche; ella rio y bailó con el pensamiento de la muerte en su corazón. El príncipe besó a su preciosa novia y ella jugueteó con su negro pelo, y prendidos del brazo se dirigieron a descansar a la lujosa tienda.

En el barco se hizo un gran silencio; sólo permanecía despierto el piloto junto al timón. La sirenita puso sus blancos brazos sobre la borda y buscó la claridad de la Aurora en el Oriente; sabía que los primeros rayos del sol causarían su muerte. Entonces vio cómo salían sus hermanas del mar, pálidas como ella; sus largos y hermosos cabellos no flotaban al viento, los habían cortado.
—¡Se lo hemos dado a la bruja para que impida que mueras esta noche! ¡Nos ha dado este cuchillo! ¡Mira qué afilado está! Antes de que asome el sol, debes clavárselo al príncipe en el corazón, y cuando su sangre caliente salpique tus pies, se convertirán en cola de pez y volverás a ser una sirena; podrás lanzarte al mar con nosotras y vivir tus trescientos años antes de convertirte en espuma de mar, salada y muerta. ¡Apresúrate! ¡Él o tú debéis morir antes de que salga el sol! Nuestra vieja abuela sufre tanto por ti que ha perdido sus cabellos blancos; como los nuestros, cayeron bajo la tijera de la bruja. ¡Da muerte al príncipe y vuelve! ¡Apresúrate! ¿Ves la franja roja en el cielo? Dentro de unos minutos saldrá el sol y entonces morirás.

Y dando un suspiro extraño, profundo, se sumergieron en las olas.
La sirenita alzó el tapiz de púrpura que cubría la tienda y vio a la encantadora princesa dormir con la cabeza sobre el pecho del príncipe. Se inclinó y le besó la hermosa frente; miró al cielo, donde la aurora se hacía cada vez más clara; observó el afilado cuchillo y fijó de nuevo los ojos en el príncipe, quien en sueños pronunciaba el nombre de su novia; sólo ella ocupaba sus pensamientos, y el puñal tembló en la mano de la sirena; pero entonces lo arrojó a las olas, que brillaron enrojecidas allí donde cayó, como si desprendiese gotas de sangre en el agua. Una vez más miró con ojos de agonía al príncipe y se arrojó al mar; sintió cómo su cuerpo se convertía en espuma.

Entonces asomó el sol sobre el mar; los rayos caían suaves y tibios sobre la espuma fría y la sirenita no sintió la muerte; vio el resplandeciente sol, y cientos de diáfanas y encantadoras criaturas que se movían por encima de ella, y a través de las cuales acertaba a divisar las blancas velas del barco y los rosados tonos del cielo; su voz era pura música, pero tan espiritual que ningún oído humano podía percibirla, al igual que ningún ojo terrestre podía verlas; sin alas, fluctuaban por su propia levedad a través del aire. La sirenita vio que poseía un cuerpo como ellas que se elevaba cada vez más de la espuma.

—¿Hacia quién voy? —dijo, y su voz resonó como la de las otras criaturas, tan espiritual que ninguna música terrestre podría imitarla.
—¡A las hijas del aire! —contestaron—. ¡La sirena no tiene alma inmortal y nunca la tendrá sin ganar el amor de un hombre! De un poder ajeno depende su eterna existencia. Las hijas del aire tampoco tienen alma inmortal, pero pueden con buenas acciones hacerse con una. Volamos a los países cálidos, en los que el tibio aire pestilente mata a los hombres; nosotros lo enfriamos con un soplo. Esparcimos el aroma de las flores por el aire y damos consuelo y curación. Cuando al cabo de trescientos años nos hayamos esforzado en hacer el bien, podremos conseguir un alma inmortal y participar de la eterna felicidad de los hombres. Tú, pobre sirenita, te has esforzado con todo tu corazón en lo mismo que nosotras; tú has sufrido y has sabido resistir; te has elevado al mundo de los espíritus del aire; ahora puedes, gracias a las buenas acciones, hacerte con un alma inmortal en trescientos años.

Y la sirenita alzó sus bellos brazos al sol del Señor, y por primera vez sintió lágrimas en sus ojos. En el barco volvía a haber ruido y animación; vio cómo el príncipe y su hermosa novia la buscaban; contemplaban tristemente la agitada espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Sin ser vista, besó la frente del novio, le sonrió y se elevó con las otras criaturas del aire a la nube rosada que flotaba en el cielo.

—¡Dentro de trescientos años volaremos así al reino de Dios!
—¡También podemos ir antes! —susurró una—. Volamos sin ser vistas a las casas de los hombres, donde hay niños, y por cada día que encontramos un niño bueno, que sea la alegría de sus padres y merezca su amor, disminuye Dios nuestro tiempo de prueba. ¡El niño no sabe que cuando volamos por la sala, y le sonreímos con alegría, se reduce un año de nuestros trescientos, pero si vemos un niño díscolo y malo, entonces lloramos lágrimas de dolor y cada lágrima suma un día a nuestra prueba!


Acceso al manuscrito original de Andersen (en danés) aquí (sólo como curiosidad, ¡Si alguien es capaz de entender algo, que avise!)


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3 comentarios :

  1. Hola, Ana,
    mi nombre es Eloy Moreno y te escribo porque he publicado mi primera novela: “El Bolígrafo de Gel Verde”, de una forma un tanto especial.

    Hace un año decidí ser yo mismo quien la editase y distribuyese. Para darla a conocer, cargaba una maleta llena de libros y recorría con mi coche las poblaciones cercanas a mi ciudad. Normalmente me pasaba días enteros en diferentes librerías y allí me dedicaba a promocionarla hablando directamente con los lectores. Como no tenía otros medios, también fui dándola a conocer a través de las redes sociales y los blogs dedicados a la literatura.

    Después de un tiempo, en la editorial ESPASA compraron los derechos de la novela y la publicaron en toda España.

    Aunque ahora esté con una gran editorial, me gustaría poder seguir haciendo una promoción directa con las personas que, como tú, disfrutáis tanto con la literatura. Sé que no es normal que sea el propio escritor el que se ponga en contacto con los lectores, pero esa ha sido mi apuesta desde el principio. Y más ahora que, gracias a Espasa, tengo la oportunidad de darla a conocer a mucha más gente.

    Por eso, entre los miles de libros que salen al año y a pesar de que no soy ni Dan Brawn ni ningún Premio Planeta, te invito a que leas mi primera novela, quien sabe, igual te sorprendo.

    Estoy a tu disposición para intercambiar cualquier opinión sobre el libro y para colaborar con tu blog si decides hacer una crítica del mismo.

    Aquí puedes leer mi pequeña historia: http://www.elboligrafodegelverde.com/?page_id=11

    Gracias por atenderme.

    Un cordial saludo.

    Eloy Moreno.
    Castellón

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  2. Buenas tardes Eloy:

    Pues me alegro de que hayas publicado tu primera novela en una editorial importante, no todo el mundo lo consigue. En cuanto a Dan Brown, me parece un autor aburridísimo que ni siquiera sabe escribir y con el premo Planeta ya estoy bastante escarmentada.

    Por circunstancias personales no estoy leyendo nada ahora mismo, pero leeré tu novela y puede que me decida a publicar algo en el blog si me gusta.

    Saludos

    Ana G.

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  3. Hola, Ana,
    muchas gracias por tu respuesta!

    Sí, la verdad es que ha sido un camino largo, pero al final he podido publicarla y además con Espasa.

    Gracias por tu intención de leer la novela. Espero que la disfrutes!

    Ah, y si te gusta, me encantaría que hicieras una reseña en el blog.

    Gracias de nuevo.

    Un abrazo.

    Eloy.

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